El 27 de abril del año pasado, el día de la ceremonia de canonización en Roma de Juan Pablo II y Juan XXIII, no se le ocurrió otra cosa que montar junto a su amiga Francesca Immacolata Chaouqui un fiestorro por todo lo alto (costó 18.000 euros) para 150 invitados vip en una azotea sobre la Plaza de San Pedro de la mismísima Prefectura de los Asuntos Económicos. Mientras dos millones de personas se hacinaban abajo, ellos seguían la ceremonia entre vinos, canapés y hostias benditas, porque el monseñor dio a los presentes la comunión en copas de cristal.
Si un simple cura tiene acceso a esos recursos en el Vaticano, ¿a cuántos no tendrá acceso un no tan simple obispo... o cardenal?
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