Era el 8 de octubre, día siguiente al bárbaro ataque terrorista de Hamás contra Israel, cuando en las principales ciudades europeas musulmanes ya celebraban las violaciones, las torturas, los asesinatos, los secuestros. Sí, lo sé, no todos los musulmanes lo celebraban. Pero también sé que todos los que celebraban eran musulmanes. Y no eran pocos.
Igualmente sé que no hace falta echar mano de sesudos estudios (haberlos, haylos) que nos digan que el índice de natalidad es muchísimo más alto en Europa entre los musulmanes que entre los no musulmanes. Y que la inmensa mayoría de los que están masivamente llegando de Asia y África son musulmanes. Y que se están instalando en lo que antes era Europa Occidental, porque los países de la desaparecida Europa del Este que están en la Unión Europea no quieren saber nada de acogerlos.
Un día, tal vez lejano aún (puede que no tanto), con cualquier excusa muchos de esos musulmanes se levantarán en armas contra la cultura que consideran enemiga (en Francia ya lo hacen de cuando en cuando). Saldrán a la calle, habrá revueltas, enfrentamientos, disturbios. Y muertos. Guerra. Que correrá de país a país como reguero de pólvora. Los gobiernos tendrán que sacar el ejército a la calle. Y habrá más muertos. De ambos bandos. Al final los europeos occidentales ganarán esa guerra civil. Pero a costa de perder muchas vidas en la batalla.
Por cierto, no es lo que deseo. Pero es lo que temo. Porque los números son los que son. Y el fanatismo musulmán también. Deseo equivocarme.
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