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La progresiva debilidad de los gobiernos de Suárez y la merma creciente de sus apoyos internos y externos provocaron a lo largo de 1980 un movimiento político que buscaba descabalgar del poder al presidente para sustituirlo por un gobierno de concentración, o de “salvación nacional”, formado por todos los partidos y presidido por un general de prestigio, bien visto por el rey, que enderezara el rumbo del país.
Se llamaba Carmen y era médica. Militaba en UCD, pero no era diputada.Trabajaba en el equipo del entonces vicepresidente del Congreso, Modesto Fraile. Y el día en que se produjo el intento de golpe de Estado, ella estaba allí. «Allí» no significa solamente que se encontrara ese día en el interior del palacio de la Carrera de San Jerónimo. «Allí» quiere decir también que estaba muy cerca del recinto acristalado del edificio nuevo del Congreso, el lugar en el que Armada y Tejero celebran su primer encuentro, a gritos, en el transcurso del cual el segundo jefe de Estado Mayor del Ejército va desgranando, ante los atónitos oídos del teniente coronel que acaba de secuestrar al Gobierno y a toda la Cámara a punta de pistola, una lista apresurada con nombres propios adjudicándoles a cada uno de ellos una cartera ministerial. La doctora Echave escucha cómo aparecen socialistas, comunistas, centristas, democristianos y otros dos generales, además del propio Armada: el general Sáenz de Santamaría, como ministro de Autonomías y Regiones, y el general Saavedra Palmeiro, como ministro del Interior.
Carmen Echave va anotando a vuela pluma en una página de su agenda toda aquella letanía de nombres y cargos que Armada trasmite a un Tejero cada vez más indignado por lo que oye. Con una letra urgente, que se va haciendo progresivamente ininteligible, pero que recoge todo lo importante, queda plasmada esa noche la composición completa, con todas las carteras, y en riguroso orden de protocolo, de un gobierno de concentración en el que participan representantes de todos los partidos políticos y que va a estar presidido por el propio general.
- Pero ¿cómo crees tú que van a votarte los diputados, estando amenazados por las armas?
- ¡Pues claro que me votan!
Este diálogo forma parte de la conversación que, minutos antes de hacer a Tejero su propuesta de gobierno de concentración, había mantenido Armada con un escéptico Sabino Fernández Campo, por entonces secretario general de la Casa del Rey, a quien Armada acababa de proponer acudir al Congreso con semejante propuesta, asegurándole que eso haría desistir a Tejero de su intentona.Años más tarde, el propio Sabino relataría que Armada le había añadido un comentario más -«Los socialista me votarían»- a esa afirmación sorprendente. Sorprendente entonces, habida cuenta de lo extremadamente delicado de la situación. No tan sorprendente ahora, al cabo de 25 años, cuando poco a poco se ha ido desvelando la auténtica realidad del clima político que precedió a la dimisión de Adolfo Suárez y al asalto al Congreso.
Durante muchos años nadie hizo caso de aquella información esencial que en la noche del 23 de febrero, y por una pura casualidad, había llegado a las manos de la doctora Carmen Echave: nada menos que la lista de ministros de un gobierno presidido por el general Armada. ¿Y por qué razón un elemento tan significativo como éste no pasó nunca de ser considerado como una anécdota irrelevante o una excentricidad de Echave, a pesar de que la doctora, ya fallecida, estuvo repitiendo una y otra vez, durante muchos años, su versión de lo presenciado por ella aquella noche, sin cambiar una coma?
SE IMPONE EL SILENCIO
En primer lugar, y como elemento más inmediato para la respuesta, porque el entonces ministro del Interior, Juan José Rosón, a quien ella transmitió a los pocos minutos los importantísimos apuntes apresuradamente recogidos en su agenda, le había pedido que fuera muy prudente. Y lo fue.
Y, en segundo lugar, porque, desde el primer instante posterior al golpe, existió una deliberada voluntad política de reconducir la situación, de manera que se provocara el menor daño, circunscribiendo las responsabilidades, y las implicaciones directas e indirectas, al mínimo número de personas posible.
Eso lo explica muy bien el que fue investido presidente del Gobierno inmediatamente después de fracasado el golpe, Leopoldo Calvo-Sotelo: «Algunos venían a verme y me decían: 'Hay que seguir la trama civil'. [...] No me da la gana, porque la trama civil te lleva a perseguir a 300.000 personas. Es que, aunque el golpe no tenía raíces tan profundas como temí al principio, qué duda cabe que si hubiera triunfado Tejero, tesis que no me atrevo ni a escenificar, y hubiera habido un gobierno de Armada, pues a lo mejor la manifestación en su apoyo no hubiera sido de un millón como fue la de Madrid [el 27 de febrero, en apoyo de la democracia y la libertad], pero quizá hubiera sido de 800.000 gritando: '¡Viva Armada!'».
Independientemente del grado de deliberada exageración a la que recurre el ex presidente para explicar su decisión de acotar el problema lo antes posible en lo que a responsabilidades se refiere, cuando Calvo-Sotelo habla de esos 300.000 civiles presuntamente implicados en el golpe, está hablando de una realidad patente, aunque numéricamente fuera mucho más escasa; la realidad de que, desde la primavera de 1980, es decir, muchos meses antes de que se produjera el golpe, en España se estaban ya produciendo centenares de movimientos y de contactos políticos destinados a ejercer la máxima presión para que Suárez abandonara su puesto y fuera sustituido por un hombre de su propio partido o por un gobierno con presencia de todas las fuerzas parlamentarias.
La veda sobre Suárez se había abierto mucho antes, pero cobra auténtico cuerpo y entidad ante la opinión pública tras la moción de censura que el PSOE presenta contra él en mayo de 1980. Hasta ese momento, lo que ha habido, sobre todo, han sido reuniones, almuerzos, conciliábulos y reflexiones publicadas en la prensa, en las que participan políticos, banqueros, empresarios, militares, y miembros de los servicios secretos... que elaboran decenas de informes que llegan puntualmente al Palacio de la Zarzuela y a manos del Rey.
Sucede, además, que en el transcurso de esa moción de censura que deja aplastado contra las cuerdas a un Adolfo Suárez a quien los propios y los ajenos han perdido ya el respeto político, el líder socialista, Felipe González, le acusa desde la tribuna de oradores de haber intentado abrir negociaciones con ETA para tratar de buscar alguna clase de acuerdo que detenga la sangría de asesinatos que está destrozando al país. Ese año de 1980 es, precisamente, el año en que ETA bate el récord de asesinatos de toda su historia: cerca de 100. Un buen número de ellos son miembros de las Fuerzas Armadas, de la policía y de la Guardia Civil.
A esas alturas de la vida política española, numerosos altos mandos del Ejército han considerado ya la posibilidad de un levantamiento militar que acabe con ese estado de cosas. Las reuniones y conspiraciones para un golpe son incesantes, aunque todavía en estado de nebulosa.El primer asesinato de un militar a manos de ETA se produce en noviembre de 1977. El segundo tiene lugar en Madrid en julio de 1978. Un general y un teniente coronel mueren en atentado precisamente el mismo día en que el Congreso vota solemnemente el proyecto de Constitución. Ya entonces, los portavoces de los grupos parlamentarios hacen apelaciones para que los militares no se dejen caer en la tentación de acabar con el proceso democrático que está en marcha. Eso es lo que dice, por ejemplo, el vicepresidente de Defensa, el general Gutiérrez Mellado: «Estos criminales atentados pretenden romper España, lograr que el Gobierno y las fuerzas políticas pierdan los nervios, que las Fuerzas de Orden Público se sientan intranquilas y que las Fuerzas Armadas duden».
¿Duden de qué? Duden de si responder a la provocación asaltando el poder político constituido. No es, pues, ninguna sorpresa para la opinión pública española el hecho de que en los cuarteles haya agitación y crezcan las tentaciones golpistas. Tampoco son nuevas las noticias que recoge la prensa cada día de la situación de debilidad progresiva del Gobierno de la nación. En el verano de 1980 son frecuentes en los medios de comunicación titulares como los siguientes:
- Junio de 1980: «La sustitución de Suárez está en marcha». En ese mismo mes, un sondeo realizado para la revista Cambio-16 publica una encuesta según la cual solamente el 12,1% de los electores votaría a Suárez como presidente del Gobierno. Por el contrario, a Felipe González le votaría un 26%.
- Septiembre de 1980: «En términos históricos, el papel de Suárez ha terminado», dice el líder socialista en unas declaraciones a la misma publicación.
Sorpresa, pues, por ese lado, ninguna. Es más, en el mes de octubre de ese mismo año, Felipe González concede una entrevista en la que declara que «si la situación sigue deteriorándose, iniciaríamos de nuevo una moción de censura». Lo llamativo de esa propuesta es que, precisamente por aquellas fechas, el propio general Armada envía al Palacio de la Zarzuela un informe, que es conocido por el Rey, en el que se describe en términos catastróficos la situación política y en el que también se dice que la salida a tanto caos podría ser, precisamente, el planteamiento de una segunda moción de censura contra Suárez. Pero, a diferencia de la anterior, esta vez, dadas las gravísimas circunstancias por las que atraviesa España, dice el documento, el jefe de la oposición se abstendría de presentar su candidatura alternativa a la Presidencia del Gobierno. El Congreso votaría entonces la constitución de un gobierno de concentración nacional presidido por una figura políticamente neutral y no perteneciente a ningún partido: un historiador de prestigio, un catedrático... o un general, sugiere el informe.
GOLPE DE TIMON
¿Estamos entonces ante una connivencia de los responsables políticos con una operación militar de tipo golpista? De ninguna manera.Todos estos movimientos, en los que el líder de Alianza Popular, Manuel Fraga, participa también muy activamente, según registra en sus memorias, responden a la clara inexperiencia y falta de responsabilidad de los dirigentes políticos en activo, que siguen teniendo en la mente como solución posible a los males que aquejan al país el recurso a una autoridad situada al margen de los partidos, políticamente neutral y que sea bien vista por la Corona.
Esto del recurso a un general blanco, liberal y de prestigio tampoco es a esas alturas, año 1980, un proyecto novedoso. Ya en 1974, en vida de Franco, Santiago Carrillo había intentado proponer al general Manuel Díez Alegría para que desempeñase un papel de «bisagra» entre el régimen y la oposición para hacer posible la transición política a la muerte del dictador. Varios generales liberales fueron después repetidamente tentados con esa idea, sobre todo durante los primeros meses de la Monarquía.Pero la última noticia pública que se tiene en la prensa de este juego teórico, del que los políticos nunca llegaron a calibrar los riesgos antes de que el 23 de febrero de 1981 surgiera con toda su fuerza el peligro del golpe, fue una declaración hecha por el andalucista Alejandro Rojas Marcos en el mes de agosto de 1980. Según las palabras de Rojas Marcos, recogidas por la revista Cambio-16, «el general de brigada del Ejército de Tierra Alvaro Lacalle Leloup sería el militar que el Partido Socialista Obrero Español estaría dispuesto a apoyar en sustitución del actual presidente del Gobierno, Adolfo Suárez». El vicesecretario general del PSOE, Alfonso Guerra, se apresuraría inmediatamente después a desautorizar públicamente a su compañero con uno de sus ácidos comentarios: «Rojas Marcos debería de preocuparse más de la siega, de la siembra y de que la ley de fincas mejorables no le afecte a él».
El caso es que, con declaraciones imprudentes o sin ellas, de lo que los dirigentes políticos, líderes empresariales, banqueros y hasta obispos y nuncios vaticanos hablan en 1980 es de lo que Josep Tarradellas bautizó con el nombre de «golpe de timón», una medida capaz de reconducir la incierta situación política y económica española, azotada brutalmente, además, por los ataques terroristas. Y es exactamente eso, un golpe de timón, y no de Estado, lo que la clase política habría apoyado en el Congreso si la dimisión de Adolfo Suárez el 29 de enero de 1981 no se hubiera adelantado a los acontecimientos y dejado sin sentido la operación en curso. Marcos Vizcaya, portavoz entonces del grupo parlamentario del PNV, también ha pasado años explicando al estilo de la doctora Echave, es decir, sin cambiar una coma su versión, que él personalmente fue sondeado por el propio Alfonso Guerra y por Gregorio Peces-Barba sobre la posición que adoptaría su partido ante la posibilidad de que la grave situación del país exigiera un gobierno de concentración. «El momento más peliagudo», cuenta Marcos Vizcaya en El enigma del Elefante, de Prieto y Barbería, «se produjo cuando recabaron mi opinión sobre la idea de poner al frente de ese gobierno a un independiente prestigioso.Me preguntaron qué me parecería si ese personaje fuera un militar.Les dije que no veía clara la sustitución de un gobierno legítimo sin una convocatoria electoral [...] Yo no creía en el mirlo blanco del militar independiente».
En otro libro, 23-F, la verdad, de Francisco Medina, recientemente publicado por Plaza & Janés, en el que se recoge la mejor descripción conocida hasta la fecha del clima político y militar que rodeó al golpe, se afirma además que, en una fecha tan temprana como el mes de julio de 1980, el propio secretario de la Casa del Rey, el general Sabino Fernández Campo, comparte con uno de sus compañeros de armas, el general José Ramón Pardo de Santayana, el contenido de la llamada «solución Armada», y le dice que cuenta ya con el respaldo de las demás fuerzas políticas y que incluye un gobierno de concentración nacional. Todo lo cual queda ratificado por el hecho de que, dice Sabino, «al Rey se le ha caído la venda de los ojos [...] y ya se ha dado cuenta de quién es Suárez».
Un último dato para ilustrar algo más esta última confesión.Tiempo después de la dimisión de Suárez, Santiago Carrillo, probablemente uno de los pocos que no llega a participar nunca en los movimientos reconductores, le hace un sarcástico comentario al ya jefe de la Casa del Rey. Tiempo atrás, en el transcurso de una audiencia con Don Juan Carlos, el Monarca le había hecho saber a Carrillo su auténtica impaciencia por que, entre todos, consiguieran librarle de una vez de su todavía presidente del Gobierno. «Si eso me lo dijo a mí», comentaría Carrillo a Sabino Fernández Campo, «¿qué no le diría a alguien como Milans del Bosch?»
ESCARMIENTO
El asalto a mano armada al Congreso por el teniente coronel Tejero no es el golpe de timón que estaba pensado. Es un golpe, sí, pero de Estado. Y eso no es, ni de lejos, lo pensado en los cenáculos por la clase política. Inexplicablemente, lo que el general Armada no fue capaz de calibrar es que las dos barajas, la del acuerdo con los grupos políticos y económicos y la del pacto con los golpistas, no le iban a caber juntas en una sola mano. Por eso, cuando suenan los primeros disparos en el Hemiciclo, las posibilidades de Armada para sacar adelante el proyecto en el que él tenía un papel estelar se hunden en un instante. Pero no se da cuenta y trata, a pesar de todo, de resucitarlo. Desde ese punto de vista, están plenamente cargadas de sentido las palabras de Sabino cuando le autoriza a acudir al Congreso a entrevistarse con Tejero y proponerle esa fórmula de gobierno de concentración: «Pero ¿cómo crees tú que van a votarte los diputados, estando amenazados por las armas?». Lo que resulta de todo punto asombroso es que en la respuesta de Armada -«Pues claro que me votan!»- no aparezca ni el menor vestigio de comprensión de lo que verdaderamente ha sucedido.
Tras el fracaso del golpe del 23-F, la clase política española escarmentó para siempre. Nunca más se produjo el menor coqueteo, el más mínimo intento de apoyarse en un uniforme para enderezar el rumbo del país. No sucedió, sin embargo, lo mismo con los militares: en octubre de 1982 el gobierno saliente de Calvo-Sotelo desmontaba un proyecto de golpe perfectamente organizado, y muy cruento, a cargo de un grupo de coroneles. Y, de nuevo en 1985, existió un plan para asesinar al Gobierno y a la Familia Real al completo con ocasión del desfile de las Fuerzas Armadas en La Coruña. Lo que, con el transcurso de los años, va quedando cada vez más claro es que aquella lista de gobierno anotada a mano en su agenda por la doctora Esteve no era de ninguna manera el producto de una mente excéntrica, sino la demostración palpable de la existencia de un proyecto político plausible pero, afortunadamente, fallido.
EL GOBIERNO DE ARMADA
Este es un fragmento de la página de la agenda en la que la doctora Echave anotó la composición del gobierno de concentración que el general Armada propuso al teniente coronel Tejero. A esas horas de la noche del 23-F, era ya evidente que el golpe caminaba hacia el fracaso, pero el todavía segundo jefe del Estado Mayor del Ejército hace un último intento de rescatar de entre los escombros de la asonada el proyecto político que le llevaría a él a la presidencia de ese gobierno. Armada contaba con que le apoyarían todos los partidos, despreciando el hecho determinante de que los diputados y el Gobierno legítimo en pleno estaban en ese instante preciso secuestrados por las armas:
- Presidente: general Alfonso Armada
- Vicepresidente para Asuntos Políticos: Felipe González (PSOE)
- Vicepresidente para Asuntos Económicos: J. M. López de Letona (Banca)
- Ministro de Asuntos Exteriores: José María de Areilza (Coalición Democrática)
- Ministro de Defensa: Manuel Fraga Iribarne (Alianza Popular)
- Ministro de Justicia: Gregorio Peces-Barba (PSOE)
- Ministro de Hacienda: Pío Cabanillas (UCD)
- Ministro del Interior: general Manuel Saavedra Palmeiro
- Ministro de Obras Públicas: José Luis Alvarez (UCD)
- Ministro de Educación y Ciencia: Miguel Herrero de Miñón (UCD)
- Ministro de Trabajo: Jordi Solé Tura (PCE)
- Ministro de Industria: Agustín Rodríguez Sahagún (UCD)
- Ministro de Comercio: Carlos Ferrer Salat (presidente de la CEOE)
- Ministro de Cultura: Antonio Garrigues Walker (empresario)
- Ministro de Economía: Ramón Tamames (PCE)
- Ministro de Transportes y Comunicaciones: Javier Solana (PSOE)
- Ministro de Autonomías y Regiones: general José Antonio Sáenz de Santamaría
- Ministro de Sanidad: Enrique Múgica Herzog (PSOE)
- Ministro de Información: Luis María Anson (presidente de la agencia Efe)
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