Hace muchísimos años vi una película (no recuerdo el título) sobre la guerra del Vietnam de la que quiero relatar una escena (sin que el relato sea completamente literal, sino basado en recuerdos de hace mucho tiempo). Un soldado estadounidense en una acción de venganza asesina a sangre fría de un disparo en la cabeza a una niña vietnamita. Todos los compañeros del asesino le separan del grupo de civiles, para que no siga asesinando gente, y finalmente todos se van del poblado. Otro soldado estadounidense, recién llegado, se enfrenta con el jefe de la unidad y le dice que tome algún tipo de acción contra el que ha perpetrado un crimen tan espantoso. Y el jefe le responde más o menos esto:
Mira, no me gusta la situación. De hecho lamento mucho lo que ha hecho. No debió hacerlo. Pero ellos son amigos de nuestros enemigos y él es uno de los nuestros. Hay que olvidar el hecho y seguir adelante.
Me vino a la mente esa escena porque a veces (ojo, salvando las naturales y grandes diferencias con la escena relatada) uno se encuentra en esta vida (en la real y en la blogueril) con determinadas personas que en teoría tienen elevados principios y profundas convicciones, en función de lo cual opinan, de manera muy justa, duramente y de forma extremadamente negativa sobre personas que están muy distanciadas de ellas ideológicamente, por actos que, repito, en justicia merecen esa dureza y esa crítica. Pero resulta que cuando los actos criticables los cometen personas que están ideológicamente cercanas a ellas, entonces la crítica y la dureza menguan considerablemente, y cuando alguien (por ejemplo, un servidor) las pone en la tesitura de tener que emitir una opinión, la misma viene a ser más o menos la siguiente:
Mira, no me gusta la situación. De hecho lamento mucho lo que ha hecho. No debió hacerlo. Pero ellos son amigos de nuestros enemigos y él es uno de los nuestros. Hay que olvidar el hecho y seguir adelante.
¿Y los elevados principios y las profundas convicciones? ¿Dónde quedan? Pues siguen estando ahí, por supuesto. Pero para aplicárselos a los que están al otro lado de una determinada línea ideológica. Están los nuestros y los otros. Y con los nuestros se puede estar en desacuerdo, claro; pero siempre se entiende o justifica de alguna manera su forma de actuar, a pesar del desacuerdo.
Es, simple y llanamente, la ley del embudo. Lo ancho, para los nuestros; lo estrecho, para los demás.
Nunca he creído en eso. Tal vez por ello cuento los amigos que he conseguido en mi periplo foristíco primero y blogueril después con los dedos de una mano y me sobran bastantes dedos. Porque, a base de defender la misma justicia para todos, los de un lado y los del otro (y los del medio) han acabado sacando el palo para medirme las costillas.
Es lo que me ha pasado hace pocos días. Pero prefiero seguir un poco más solo tal vez, pero que la otra persona se quede con su embudo, que yo continuaré con mi balanza.
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