Vamos a empezar por lo obvio, para despejar las dudas que en el sufrido lector haya podido despertar el título de este texto. La fraquista era sin la menor duda una dictadura, política y religiosa, en la que los disidentes activos tenían muchas posibilidades de acabar en comisaría, en la cárcel o, si tenían mala suerte, en el cementerio. Hubo una multitud del primer caso, muchísimos del segundo y muchos del tercero. Y solo por oponerse. Completamente injustificable y totalmente condenable.
Pero, una vez aclarado lo evidente, hay que señalar que para el común de los mortales españoles, aquellos que no se metían en política y seguían la religión mayoritaria, las cosas pintaban mejor que ahora en los años sesenta y setenta. La economía funcionaba aceptablemente, la clase media podía comprarse un pisito en unos diez años, incluso también un coche, los precios de la cesta de la compra eran muy asequibles, la energía eléctrica era casi gratis y no se pagaba ni IRPF ni IVA. Había delincuencia, sí, pero mínima, y la seguridad se sentía en la calle en todos los sentidos. Y la inmigración era inexistente o casi. Vamos, nada que ver lo que existe hoy.
¿Es una defensa lo anterior de la dictadura? ¿Es una condena de la democracia? Para nada. Pero sí es una condena del sistema que se ha ido desarrollando, poco a poco, en España. Ni los partidos políticos ni mucho menos los votantes han sabido mantener aquellas cosas positivas que existían en el franquismo, a la vez que desechaban, por supuesto, lo malo, que sería la falta de libertad (política, religiosa, sexual). Y por eso las cosas están como están.
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