Aún recuerdo aquella conversación con mi amigo, acodados los dos en la barra de un bar de Almería, poco antes de que él saliera de viaje. Le pedí el favor de que me trajera algunas postales para mi colección, a lo que él, psiquiatra, me respondió que el colecionismo era una desviación mental.
Hoy, unos treinta años después, releyendo el extraordnario artículo de Miguel Angel Velarde, llego a la conclusión de que para mi amigo yo me creía un pangolín vegano por mi extraña aficción (para él) de colecionar postales, mientras que en mi opinión quien se creía un pangolín vegano era él por su (para mí) fanatismo profesional.
La realidad es que, como hace años concluimos alguien cercano a mí con el que estaba hablando sobre el comportamiento de las personas, cada cual, cuando le conoces un poco, tiene su cosa, algo que a ojos de los demás le hace extraño e incluso incomprensible. Y, repito, eso no le sucede a unos pocos, sino a la práctica totalidad de las personas.
Es lo que llamamos comúnmente libertad individual o individualismo a secas, que nos hace, de hecho, únicos e irrepetibles, pero también a la vez, siendo menos idealistas, extraños y a veces incluso indeseables para los demás.
Llegados a ese punto lo único que cabe es lo que en Estados Unidos se conoce como respeto a la individualidad, es decir, aceptar los hechos diferenciadores entre las personas.
Mientras desde el Poder cada vez se busca mas la uniformidad de los integrantes de la sociedad, en la línea de lo que ellos consideran correcto, ya sean de derechas o de izquierdas, lo que debemos entender es que esa uniformidad, derechista o izquierdista, siempre es nefasta, porque, como decía alguien, cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas.
El Gobierno y la Ley deben ser un mal necesario para poner límites a aquellos que quieren imponer su particular modo de ver las cosas o de vivir a los demás. Pero nada más.
Las personas que integramos el grueso de la sociadad debemos entender que, de una forma o de otra, todos nos creemos pangolines veganos a nuestra manera. Y aceptarnos mutuamente con nuestras diferencias, a veces irreconciliables, sin intentar imponerlas al otro. Es lo que se llama simplemente el respeto a la libertad individual.
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