Ya comenté la contradicción sobre las mascarillas en la empresa en la que trabajo, en Estados Unidos.
Pues bien, ayer, tras someterme a la llegada al diario y rutinario interrogatorio (es un poco cansino, por ejemplo, tener que responder cada día que no he viajado fuera de Estados Unidos en los últimos catorce días) antes de que me tomaran la temperatura con lo que llamamos comúnmente la pistola (un termómetro de infrarrojos que toma la temperatura en un instante y sin contacto), la enfermera que hace todo este proceso me preguntó que si necesitaba una mascarilla básica (algunos traen una de su casa, por seguridad o moda), a lo que le contesté que sí, añadiéndole el comentario de que si la usaba (cuando me obligan, que no es muchas veces) era solamente porque es obligatorio.
Y en ese momento ella me comentó también, relajadamente, que esa era la misma razón por la que usaba la mascarilla ella (por obligatoriedad), porque, y cito, se le escapó que en realidad estas mascarillas no protegen al que las lleva, sino a los demás en caso de que el que las use esté enfermo.
Vamos, que las populares mascarillas quirúrgicas no protegen del contagio del coronavirus (ni de cualquier otro). Supongo que por eso la empresa fue cambiando de opinión sobre el uso de las mismas entre los empleados, pasando de la prohibición (cuando empezó la crisis) al permiso (cuando subieron los casos) y a la obligatoriedad (cuando el estado decretó el teórico confinamiento). De lo que se trataba era, ante el avance de la pandemia, de protegerse no a uno mismo, sino de proteger a los demás en caso de que uno esté enfermo.
Vamos, que las mascarillas quirúrgicas vienen siendo como aquello que me dijo alguien de que las batas que los hospitales dan a los enfermos es para que se crean que están vestidos. Pues eso mismo, con las mentadas mascarillas quirúrgicas creemos que vamos protegidos.
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