Fue allá por mis lejanísimos 17 años de edad cuando, al empezar yo a asistir a una
pequeña iglesia
evangélica en Madrid, me chocó la costumbre que tenían sus asistentes de, al salir a alguna escapada a la naturaleza, tirar todos los residuos en bolsas de básura para traerlos de regreso, así como, al final de la actividad, recoger cualquier tipo de basura que hubiera podido quedar fuera de las bolsas. Me enseñaron que debíamos tratar el planeta como nuestra casa, y, de la misma manera que procuramos que nuestro domicilio esté lo más limpio posible, lo mismo debemos aplicar al exterior de nuestras casas. Fue así como aprendí e hice mía la costumbre de no tirar basura en ninguna parte salvo en los contenedores designados para la misma. Hasta el día de hoy.
Creo firmemente que es nuestra responsabilidad como sociedad no tratar al planeta Tierra como un inmenso vertedero, sino tratar y procesar la basura de forma correcta. Me parece incorrecto, por ejemplo, que a la naturaleza (tierra y mar) llegue desechos no orgánicos (latas de bebidas, envases de plástico y vidrio, etc.) que la contaminan.
Pero de eso a la adoración que los modernos ecologistas hacen de nuestra planeta hay mucho camino. No es cuestión de tratar al planeta como nuestro dios, sino como nuestro hogar. No somos nosotros los que estamos al servicio del planeta como un ente superior, sino exactamente al revés. Y para que la Tierra nos sea de utilidad debemeos cuidarla y mantenerla limpia de contaminantes con todo nuestro esfuerzo. Pero sin fanatismos que conviertan el ecologismo en una nueva religión y el planeta Tierra en un nuevo falso dios.
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