Desde los tiempos del pasado siglo (literalmente, hace unos 45 años) en que sigo la política española no recuerdo un tipo tan machista como Pablo Iglesias. Y la cosa sin duda tiene mérito, siendo el líder en su día del partido teóricamente más feminista del Congreso de los Diputados.
Iglesias nunca se fue de la política. Se vio obligado a enfrentarse a Isabel Díaz Ayuso porque nadie quería hacerlo. Y la madrileña le puso de patitas en la calle. Aquello, dicho sea de paso, tuvo que ser la mayor humillación de su vida. Él, el macho entre los machos, pateado en sus nalgas hasta expulsarle de la política por una mujer.
Supongo que eso, su machismo, fue una de las razones por las que nombró a Yolanda Díaz como su sucesora al frente de Unidas Podemos, una a sus ojos débil mujer a la que él, el gran macho alfa, podría manejar a su antojo. Pero la cosa no ha salido como él pensaba. La débil mujer ha resultado ser mucho más fuerte de lo que Iglesias pudo imaginar y ha decidido seguir su propio camino. Y eso el que tenía la coleta no lo perdona.
Por eso ha intrigado todo lo que ha podido hasta lograr romper la coalición. Otras circunstancias han influido, pero las injerencias de Iglesias no han sido un detalle menor. Si no puede ser para mí, que no sea para nadie, debe haber pensado (la coalición, aunque con este sujeto nunca se sabe).
No es que estas peleas entre comunistas me preocupen. Más bien me divierten. Pero Pablo Iglesias no se ha ido de la política, nunca se fue, y si puede volverá a la primera fila para hacer a España todo el daño posible.
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