Hace años, cuando mi hija tenía doce años, una profesora la encontró llorando. Se le acercó, la sacó amablemente de clase y le preguntó qué le pasaba. Le contó que estaba muy triste porque sus padres se estaban divorciando. La profesora envió a mi hija a una consejera que le ayudó a sobrellevar la situación.
Así de sencillo se estaban aplicando, a la vez, dos protocolos, el antiacoso y antisuicidio. Antiacoso porque se investigó si el llanto era causado por un caso de acoso escolar; no lo era. Antisuicidio para que la situación no fuera a más, para lo que se utilizó los servicios de consejería que las escuelas estadounidenses (al menos las texanas) tienen en su interior.
Me vino esto a la mente cuando leí que dos gemelas se lanzaron al vacío desde un tercer piso en Sallent (Barcelona), con el terrible resultado de que una murió y la otra está grave. El departamento de educación catalán se apresuró a decir que no había acoso escolar de por medio. Mentira. Como se ha sabido después, las dos estaban sufriendo acoso escolar; es más, lo llevaban padeciendo desde hacía años. Y, como sucede en estos casos, sin que nadie hiciera nada.
También hemos conocido que en España no hay un protocolo antisuicidio en las escuelas. Escuché a alguien de la Administración decir algo así como que, al no haber un protocolo antisuicidio general, cada colegio hace el suyo. Vamos, añado yo, ninguno.
Mientras esto sucede, mientras el acoso escolar aumenta cada día más en España, mientras los suicidios entre niños y adolescentes no paran de aumentar, el Gobierno mira para otro lado. Eso sí, se cuentan cuidadosamente las víctimas de violencia machista y se implementan protocolos contra la misma. Me parece bien, porque todo esfuerzo que ayude a salvar vidas es bienvenido. Pero en comparación con eso no se está haciendo prácticamente nada contra el acoso escolar y contra el suicidio. ¿Por qué? Pues porque no dan votos. Simplemente. Y lo que no da votos, no importa.
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