Tendría yo unos lejanísimos quince años cuando empecé a coquetear con el ateísmo, producto de mi gran desilusión hacia la Iglesia Católica. Decidí creer en la no existencia de Dios y hacerlo con todas las consecuencias. Pero no pude hacerlo. Al menos no por mucho tiempo. Me enfrenté a la realidad de que creer en la no existencia de Dios era una cuestión de fe tan grande que simplemente me superaba.
¿Cómo creer que todo lo que vemos (y no vemos), producto de un delicadísimo equilibrio de cosas, es fruto de la casualidad? Solamente para acertar en una secuencia de diez pasos con dos caminos para elegir en cada paso, uno el correcto y otro el falso, tenemos un 0.1% de acertar y un 99.9% de equivocarnos. O, dicho de otro modo, una posibilidad entre mil de acertar y 999 de equivocarnos. Si la secuencia es la misma de diez pasos, pero con tres posibilidades, una cierta y dos falsas en cada paso, nuestras posibilidades de acertar serán de un 0.002% y un 99.998% de equivocarnos. O, dicho de otra forma, tendremos una posibilidad entre cincuenta mil de acertar y 49.999 de equivocarnos. Y esto no es nada comparado con lo que ha tenido que suceder para que podamos experimentar esta maravillosa vida en este maravilloso planeta. La posibilidad de que hayamos llegado a esta vida en este planeta producto de la casualidad es de una en un uno seguido de tantos ceros que simplemente es imposible. No tengo tanta fe como para creer en ello.
¿Cómo creer, igualmente, que todo lo que vemos y experimentamos es producto de la nada, cuando la experiencia nos enseña una y otra vez, tozuda ella, que toda cosa hecha demanda alguien que la haya hecho? ¿Creer que venimos de la nada más absoluta? Mi fe no da para tanto.
¿Como creer también que todo este orden (de la vida, del planeta, del universo, etc.) está basado en sí mismo y en nada más, cuando el día a día nos enseña que todo orden depende de alguien que lo haya producido (y lo mantenga), y sin ese alguien lo que hay es puro y simple desorden? La fe que yo poseo no llega hasta ese punto.
¿De dónde proviene nuestro esquema moral, que en cualquier cultura o civilización se basa, independientemente de muchas diferencias, en hacer el bien y evitar el mal? ¿De nosotros mismos, de todos nosotros, aunque no hayamos estado en contacto unos con otros? La fe que yo tengo no alcanza hasta eso.
Podría seguir, pero no quiero extenderme. Traté de ser ateo, pero no pude. No tuve tanta fe. Aún hoy, en medio de las circunstancias que estoy viviendo, lo más fácil sería ser ateo, para así poder decidir libremente lo que quiero hacer sin pasarme por la mente que tendré que rendir cuentas por ello. Pero tampoco puedo. Sigo sin tener tanta fe como para ser ateo. Cuando la fe ciega en la no existencia de Dios se enfrenta en mi mente a los razonamientos de la existencia de Dios, no me queda más remedio que elegir la razón y desechar la fe.
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