En esta vida cada cual debe tener
el derecho a creer que es lo que quiera. Lo que sea. Y, claro,
también los demás deben tener el derecho a compartir o no dicha creencia.
Digo lo anterior a cuenta del caso de la o el deportista (depende
como se mire) estadounidense
Lia Thomas, que nació como Will, y sobre quien he enlazado en cuatro ocasiones (una, dos, tres y cuatro). El problema no es que Thomas crea y quiera ser una mujer, a lo que tiene todo el derecho del mundo y que debe ser respetado por todos; el problema es que esta persona, con el apoyo de las autoridades y la legislación, está obligando a toda la sociedad a que comparta su opinión. Las consecuencias son de sobra conocidas: está compitiendo con mujeres en desigualdad de condiciones, por poseer en muchos aspectos las ventajas de tener un cuerpo de hombre.
Me viene a la mente un extraordinario artículo del abogado liberal sevillano, que posteriormente comenté. Es evidente que cada cual tenemos nuestra individualidad que no es compartida por los demás. Tenemos derecho a que los demás respeten esa individualidad, sea la que sea, pero no podemos obligarles a que la compartan.
El caso de Thomas es de libro. Tiene todo el derecho a que se le nombre como quiera, en este caso Lia. Y a que se le respete su derecho a que se considere a sí misma una mujer. Pero lo que no se puede consentir es que, para agradar a Lia en su individualismo, y contra la opinión de la biología, se esté castigando a las mujeres que participan en las competiciones con Lia.
No se trata de homofobia o transfobia. Se trata simplemente de respetar el privilegio que tienen las mujeres en el deporte de competir contra otras mujeres. Nada más.
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