martes, 15 de febrero de 2022

Cuando estuve a punto de suicidarme

Ella era mi vida. Lo fue desde que la conocí, pero más aún desde que me casé con ella. Poco a poco fue creciendo dentro de mí un amor por ella casi desesperado, que hacía que nada tuviera sentido sin ella. Con esto no estoy diciendo que yo no cometiera errores como marido, que sin duda los cometí, aunque muchos menos de los que ella pensaba. Pero bueno, este texto no es para hablar de ella, sino de mí.

Nuestro matrimonio entró en una dramática crisis durante el verano de 2011, diecinueve años después de casarnos. Por supuesto que antes habíamos tenido crisis, pero ninguna como esta. Esta crisis era profunda, oscura, negra, realmente terrible, como un pozo sin fondo.

Y a la vez que nuestro matrimonio entró en crisis también mi vida personal entró en crisis. Una crisis a la que no le veía salida. No me imaginaba mi vida sin ella. O, tal vez peor aún, con ella pero sin su amor.

Nada tenía sentido. Ante mí solamente se abría un pozo profundo, oscuro, negro, dramático, espantoso, sin fondo, exactamente del mismo tamaño que la inmensa crisis matrimonial por la que estaba atravesando, convertida en crisis personal. Y no vi salida. Ninguna.

Aunque al poco tiempo apareció una salida en mi mente. El suicidio. Mejor la muerte que una vida totalmente vacía, sin ningún sentido. El agudo pitido de los trenes que recorren la vía férrea que pasa al lado de mi trabajo se convirtió en algo atrayente. Sería tan fácil. Esperar en algún punto solitario a un tren que viniera a toda velocidad, caminar hasta el punto intermedio entre los dos raíles, ponerme de espaldas, con los ojos cerrados. Y esperar un momento. Y se acabó.

A la entrada y a la salida de mi trabajo esa vía del tren me ejercía una atracción inexplicable. Bueno, sí, explicable. Era una atracción demoniaca, diabólica. Literalmente. Cada vez que oía el pitido de un tren aunciando su llegada al paso a nivel pensaba lo mismo. Morir. Dejar de sufrir de una vez por todas, dejar de arrastrarme por la vida cada día.

También recuerdo aquellos paseos nocturnos, porque no quería estar en casa y sentirla a ella tan cerca y tan lejos a la vez. A veces se prolongaban hasta la madrugada, con la única compañía de mis llaves. Caminaba y caminaba, sin rumbo ni sentido y sin noción del tiempo, hasta a veces perderme. Buscaba alguna solución, pero siempre solo encontraba una, la misma: morir, suicidarme, acabar con todo de una vez y para siempre.

Pero nunca me atreví a dar el paso. Tampoco nunca esperé el tren para darlo. A veces cuando estaba alejado de la vía pensaba en mi hijo (14) y en mi hija (12). En cómo reaccionarían a la noticia de que su padre se había suicidado. En cuál sería su comportamiento durante mi funeral. En cómo les afectaría a lo largo de sus vidas no solamente no tener padre, sino haberlo perdido de esa manera.

Y también pensaba en Dios. En que mi vida era suya y no mía. Y en que yo no tenía derecho a acabar con algo que no era mío. Solo El, que me la dio, tenía el derecho a terminarla.

Y decidía que sí, que probablemente me suicidaría, pero en otro momento. Viví un día a la vez. Muchas veces un momento a la vez. Sin ganas. Sin motivación. Arrastrándome por la vida. Y así por medio año.

Hasta que llegó un día, el 14 de febrero de 2012, en el que, de pronto, todo se arregló entre ella y yo. Fue increíble. Llegaron los fuegos artificiales entre los dos. Todo se había arreglado y así iba a ser por el resto de nuestras vidas.

Aquello duró creo recordar hasta final del mes. Un día, de pronto, todo volvió a explotar. Y de nuevo llegó a mi vida el pozo profundo, la oscuridad, la negrura y todo lo demás. Todo volvió a ser igual. Bueno, igual no, peor, mucho peor. Porque después de haber tenido esperanza durante medio mes, perder esa esperanza hacía que todo fuera inmensamente peor.

Fue en medio de ese viejo nuevo dolor en el que tomé una drástica decisión: no me suicidaría. Por Dios, por mi hijo y por mi hija, por mí. Lucharía. Por dura que fuera esa lucha, la llevaría a cabo.

Aquel matrimonio acabó diez meses después en divorcio. Durante esos diez meses todo fue muy duro, durísimo. Pero fue. Después conocí una maravillosa mujer, me casé con ella y hoy seguimos unidos siendo felices y asistiendo juntos a una pequeña iglesia evangélica hispana. Cierto es que poco después de casarnos pasamos una difícil crisis matrimonial. Pero gracias a Dios la superamos y hoy seguimos juntos, por seis años y medio ya y, repito, felices.

Y los pensamientos de suicidio quedaron completamente atrás. Hoy son algo totalmente del pasado.

El pasado año, en mi último cumpleaños, mi hija y mi hijo querían llevarnos a mi esposa y a mí a uno de los restaurantes más caros del pueblo. Me negué. Dije que quería comer pizza en casa con ellos. Se sorprendieron. Pero les comuniqué que solo quería pasar tiempo con ellos, sin comportamientos formales, en pantalón corto y camiseta. Fuimos a una pizzeria de llevar pizza y compramos tres, de vuelta a casa pasamos por un supermercado cercano y compramos sodas y helado. Compartí tiempo en casa con el mejor hijo del mundo, con la mejor hija del mundo y con la mejor esposa del mundo, hablando de todo lo que nos venía a la mente y comiendo con las manos. Fue el mejor cumpleaños que recuerdo.

Si cuando me sentía atraído por acabar con mi vida en las vías del tren me hubieran dicho que algo así iba a pasar hubiera dicho que era imposible. Pero ha pasado.

Tengo un trabajo que no me gusta, pero lo sobrellevo. Vivo en un apartamento de alquiler que me agrada, pero que no me fascina. Pero a cambio lo comparto con la mejor esposa del mundo y el mejor hijo del mundo, y la mejor hija del mundo vive a cinco minutos en coche.

Nada en mi vida es perfecto, dicho sea de paso, pero todo en mi vida funciona aceptablemente. Aparecen nuevos problemas casi cada día, pero también aparecen a la vez nuevas soluciones.

Puedo afirmar con total seguridad que sin ninguna duda valió la pena vencer a los planes de suicidio.

No ha sido fácil escribir esto. Hasta el día de hoy solamente se lo había contado, y muy muy de pasada, a dos personas. Supongo que por el tabú que nos han enseñado desde la infancia sobre este tema de "el qué dirán". Y por lo mismo me ha costado mucha decisión y mucho tiempo (más de un año desde que lo comencé) escribir y publicar esté testimonio personal. Pero finalmente aquí está.

Detrás de este texto solo hay una motivación: que tal vez pueda ayudar a alguien que está pensando en suicidarse para que no lo haga. Si es así, habrá valido la pena.

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